Estaba
todo oscuro, era un callejón entre dos viejos edificios que apestaba a humedad
y a restos de comida putrefactos que se acumulaban en los bordes de los
contenedores que franqueaban aquel
oscuro lugar.
Ambos
enfundados con ropas largas, abrigadas; el frío era cortante el viento soplaba
con fuerza y empezaba a gotear.
-Estás
seguro de esto, no creo que debas seguir; es peligroso.
-No
pasa nada, se lo que hago. Te agradecería que te metieses en tus asuntos. ¿Cuándo
estará listo el próximo pedido?
- Para
el martes, aunque te sigo diciendo que creo que sería conveniente que lo
dejases, enserio, ¿Te compensa hacer esto sólo por ganarte unas míseras pesetas
más?
-No te
metas en mis asuntos, nos vemos el martes y te llevo el dinero.
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Era
tarde, el reloj marcaba las tres de la madrugada; pero no podía conciliar el
sueño desde que había terminado de cenar, notaba un cierto malestar en su
estómago.
Su
mujer quería acabar matándolo a base de su peculiar manía de cocinar pesados
pucheros para cenar. ¿A quién se le ocurre hacer para cenar tal cosa?, pensaba.
La
nausea se apoderó de él, casi no le da tiempo a llegar al lavabo para
desahogarse. Su mujer contemplaba la
escena, bastante preocupada por la salud de su marido. Ella había comido lo
mismo pero no se encontraba mal. Y en cambio su marido no podía apenas hablar
entre fuertes dolores abdominales y vómitos.
Pasaron
un par de horas, y la salud de este. Estaba claramente mermada, apenas podía
ponerse en pie; y de un momento a otro
notó como perdía la vista. Para entonces su mujer ya había llamado al doctor de
guardia, pero este al lado de la cama decía que nunca había visto nada igual;
que parecía un envenenamiento.
Pero
¿Cómo? Ella había comido lo mismo… estaba perfectamente bien. Lo única diferencia en lo que habían
consumido aquella noche eran un par de vasos de ron, a los que su marido no
podía renunciar después de darse una buena comilona.
Una
hora más tarde, cuando el alba despuntaba a través de las colinas de aquel
hermoso pueblo, el hombre exhalaba su último aliento, quedando tendido en el lecho,
inerte; había muerto.
Aquellas
extrañas muertes siguieron sucediéndose sin clara explicación durante unos días
en aquella zona, la gente estaba aterrada; no sabía lo que causaba este
terrible envenenamiento que acababa con la vida de sus seres queridos en tan
poco tiempo.
*****
El 30
de marzo de 1963, salió en todos los medios del país, un gran empresario de la
época. Había estado utilizando de forma fraudulenta alcohol metílico en sus
productos; licor, vinagre, ron… los distribuía al por mayor, e incluso vendía a
pequeños empresarios de la zona para poder realizar sus productos.
Rogelio
Aguiar Fernández, propietario de Bodegas Aragón. Compraba de forma ilegal alcohol
metílico, no apto para el consumo
humano; un veneno que le hacía ganar millones a costa de la salud de sus
clientes.
Fallecieron
un total de 51 y nueve personas quedaron ciegas, estos fueron los datos
oficiales pero aún hoy en día se cree que estas cifras fueron mucho más altas.
La
sentencia del juez para el empresario, fue tener que pagar a todas sus víctimas
una indemnización, que nunca llegó a realizarse.
Además
el fiscal causo diligencias contra el
estado por «la total falta de control en el comercio de alcohol metílico y en
la elaboración de licores».
Ante la
vaguedad de respuestas por parte del Ministerio, se procedió a contactar con Carrero Blanco, para
identificar a los funcionarios encargados del tema.
El ministerio respondió que los funcionarios
habían actuado correctamente y que un instructor de Ourense carecía de
competencias para ello. Y el caso fue archivado para siempre.