miércoles, 28 de junio de 2017

Un trago letal.


Estaba todo oscuro, era un callejón entre dos viejos edificios que apestaba a humedad y a restos de comida putrefactos que se acumulaban en los bordes de los contenedores que franqueaban aquel  oscuro lugar. 

Ambos enfundados con ropas largas, abrigadas; el frío era cortante el viento soplaba con fuerza y empezaba a gotear.

-Estás seguro de esto, no creo que debas seguir; es peligroso.

-No pasa nada, se lo que hago. Te agradecería que te metieses en tus asuntos. ¿Cuándo estará listo el próximo pedido?

- Para el martes, aunque te sigo diciendo que creo que sería conveniente que lo dejases, enserio, ¿Te compensa hacer esto sólo por ganarte unas míseras pesetas más?

-No te metas en mis asuntos, nos vemos el martes y te llevo el dinero.
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Era tarde, el reloj marcaba las tres de la madrugada; pero no podía conciliar el sueño desde que había terminado de cenar, notaba un cierto malestar en su estómago.

Su mujer quería acabar matándolo a base de su peculiar manía de cocinar pesados pucheros para cenar. ¿A quién se le ocurre hacer para cenar tal cosa?, pensaba.

La nausea se apoderó de él, casi no le da tiempo a llegar al lavabo para desahogarse.  Su mujer contemplaba la escena, bastante preocupada por la salud de su marido. Ella había comido lo mismo pero no se encontraba mal. Y en cambio su marido no podía apenas hablar entre fuertes dolores abdominales y vómitos.

Pasaron un par de horas, y la salud de este. Estaba claramente mermada, apenas podía ponerse en  pie; y de un momento a otro notó como perdía la vista. Para entonces su mujer ya había llamado al doctor de guardia, pero este al lado de la cama decía que nunca había visto nada igual; que parecía un envenenamiento. 

Pero ¿Cómo? Ella había comido lo mismo… estaba perfectamente bien.  Lo única diferencia en lo que habían consumido aquella noche eran un par de vasos de ron, a los que su marido no podía renunciar después de darse una buena comilona.

Una hora más tarde, cuando el alba despuntaba a través de las colinas de aquel hermoso pueblo, el hombre exhalaba su último aliento, quedando tendido en el lecho, inerte; había muerto.

Aquellas extrañas muertes siguieron sucediéndose sin clara explicación durante unos días en aquella zona, la gente estaba aterrada; no sabía lo que causaba este terrible envenenamiento que acababa con la vida de sus seres queridos en tan poco tiempo.
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El 30 de marzo de 1963, salió en todos los medios del país, un gran empresario de la época. Había estado utilizando de forma fraudulenta alcohol metílico en sus productos; licor, vinagre, ron… los distribuía al por mayor, e incluso vendía a pequeños empresarios de la zona para poder realizar sus productos.  
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Rogelio Aguiar Fernández, propietario de Bodegas Aragón. Compraba de forma ilegal alcohol metílico,  no apto para el consumo humano; un veneno que le hacía ganar millones a costa de la salud de sus clientes.
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Fallecieron un total de 51 y nueve personas quedaron ciegas, estos fueron los datos oficiales pero aún hoy en día se cree que estas cifras fueron mucho más altas.

La sentencia del juez para el empresario, fue tener que pagar a todas sus víctimas una indemnización, que nunca llegó a realizarse.

Además el fiscal  causo diligencias contra el estado por «la total falta de control en el comercio de alcohol metílico y en la elaboración de licores».

Ante la vaguedad de respuestas por parte del Ministerio, se procedió  a contactar con Carrero Blanco, para identificar a los funcionarios encargados del tema.

 El ministerio respondió que los funcionarios habían actuado correctamente y que un instructor de Ourense carecía de competencias para ello. Y el caso fue archivado para siempre.