viernes, 13 de octubre de 2017

La muñeca poseida, Okiku.


Okiku media aproximadamente cuarenta centímetros, y vestía un precioso kimono tradicional japonés. Su pelo era liso, de color azabache, negro como el carbón; lo que hacía destacar aún más su pálido rostro de porcelana.  Los ojos, inertes, sin vida estaban compuestos por dos pequeñas perlas negras.
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Kikuko su dueña le decía una y otra vez al oído de la muñeca “Seremos amigas para siempre, y jugaremos juntas hasta el final”.  Kikuko tenía apenas dos años de edad y estaba fascinada con aquella muñeca. 

La muñeca se la había regalado su hermano Eikichi. Nada más verla en aquella exposición marítima de Sapporo, supo que era perfecta para su querida hermanita pequeña. Cuando Kikuko recibió aquel regalo no podía imaginarme cuanto iba a significar para ella. ¿Una amiga? ¿Un juguete? Mucho más que eso…
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La niña se encariño mucho con la muñeca y no se apartaba de ella jamás. Kikuko y Okiku eran la sombra y la persona. Inseparables durante aquel 1918.

Así pasó el tiempo, y el año siguiente Kikuko, lejos de perder el interés por la muñeca estaba más única que nunca a ella.  Empezó a sentirse mal. “Tal vez sea un resfriado sin importancia”, pensaba su madre.  Así pasaron los días, entre médicos, remedios naturales, paños de agua fría e incluso algún que otro curandero.  Seguramente que era cuestión de sudar en la cama para lograr expulsar el virus o lo que fuese que le estaba haciendo daño a la pequeña.

Cuando ella dormía ponía a Okiku a su lado, sobre la almohada; como durmiendo juntas.  Compartían sueños  y cuentos diariamente, pero las horas de la pequeña estaban contadas y los días empezaban a acortarse.  Menguaba su respiración, los suspiros que brotaban de su garganta iban apagándose poco a poco.

En efecto, Kikuco , con tan solo tres añitos , estaba muriéndose. El único esfuerzo que hacía era el de abrazar a su querida amiga mientras le hablaba “Tengo miedo de perderte. Quiero estar contigo aunque me muera”.

La familia estaba reunida alrededor del futón, contemplando con preocupación cómo se iba apagando la vida de aquella chiquilla. “Te vamos a extrañar, cariño”.  La piel de Kikuko iba adquiriendo un color blanquecino, casi idéntico al de la muñeca. Cuando dejo de respirar, todos rezaron por su alma.

No fue una situación fácil, como es de entender. Dieron sepultura a Kikuko  y quemaron todas sus pertenencias para purificar el pasado y no volver a tener que pasar nunca por lo mismo.  Pero Eikichi el hermano, saltándose la tradición, decidió quedarse con la muñeca.  Sería el único recuerdo que le quedase de su hermanita.  “Es lo que me ayuda a mantenerla viva” decía siempre cuando le obligaban a deshacerse de ella.

Okiku permaneció mucho tiempo en una estantería, con la mirada al frente sin recibir el afecto y el cariño de nadie. El único contacto era el que recibía de su madre, cuando le sacaba el polvo acumulado, pero poco más.

Un buen día, ya con el duelo superado, la mujer encontró una novedad en aquella muñeca. “Serán cosas mías” se dijo, pero el caso es que a la muñeca le iba creciendo el pelo notablemente. Al principio la mujer se negaba a creerlo pero lo estaba viendo con sus propios ojos, a la muñeca le crecía el pelo.  En un acto de amor, recortaba el pelo de la muñeca cada cierto tiempo, creyendo que el espíritu de su hija Kikuko habitaba en Okiku.
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Así pasaron los años, creciendo, envejeciendo; salvo Okiku, que no ponía fin a su crecimiento capilar.  En el 1938, en los albores de la Segunda Guerra Mundial, la familia se mudó a la isla rusa de Sajalín, cerca de Hokkaido, Japón.

Hicieron las maletas, y se propusieron dejar atrás todos sus recuerdos. Pensaron en abandonar aquella muñeca poseída por su hija. Pero después de todo, creían en un más allá y no pudieron dejarla allí tirada, a merded de la suerte.

Se la entregaron a un monje en el temlo de Mannenji, y aun hoy se expone en una caja, sobre un altar.  Los encargados del centro religioso se encargan de cortarle el pelo a la muñeca con mucho cuidado, fotografían y documentan cada cambio de Okiku para  dejar patente que dentro de esa figura de porcelana late el fantasma de alguien que no quiso separarse de su bien más preciado durante su niñez.
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