martes, 24 de octubre de 2017

El Magosto.


El origen del Magosto.

Es una fiesta de origen pagana que posteriormente fue cristianizada, y, como todas las fiestas de carácter agrario, posiblemente se sitúe en la prehistoria, cuando el ser humano va adquiriendo consciencia individual y social.

Es una festividad relacionada con la fecundidad, de ahí su estrecha relación con el fuego, representando al sol, dios fecundador de la tierra.

Pues bien, el Magosto se trata de una comida comunitaria y ritual, con la cual se pretendía unir lazos comunitarios con los vecinos en el mundo rural gallego, tiene un carácter alegre y de acción de gracias por las cosechas y frutos recogidos, así como, a los castaños y castañas.
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Con el paso del tiempo, fue cristianizada, y empezó a asociarse con la festividad de Todos los Santos el 1 de noviembre, por ser una comida que simboliza la muerte del ciclo solar anual.

Según las creencias, la castaña era un símbolo del alma de los difuntos, tradicionalmente, castaña y difuntos aparecen asociados a las fiestas de los magostos.  Se entiende que cada castaña que te comas es un alma liberada del purgatorio. También es costumbre dejar algunas castañas asadas después del magosto, en la brasa de las hogueras para que las almas de los difuntos, pudiesen calentarse y comer castañas.

Los encargados en los cementerios de abrir y limpiar las sepulturas , muchas veces han encontrado cajas en donde pusieron castañas, que pusieron las “ánimas nuevas para las ánimas viejas”. Según el viajero ingles Swinbume del siglo XIII, la gente de Galicia comía las castañas la víspera de los Fieles Difuntos con la fe de que cada una libraba un alma del purgatorio.

 

Murguía (escritor e historiador gallego) decía que la fiesta del magosto era como un banquete funerario en el cual se simbolizaba la muerte y la vida. 

Aunque hoy en día se celebra de forma particular en casas privadas, en las propias cocinas; la tradición dicta, que el lugar para celebrarlos son los montes, en algún descampado o cruce de caminos donde el fuego no pueda causar ningún dResultado de imagen de chorizo castañas y vinoaño.
 

Entre todos se organizarán para llevar cada un alguna cosa y así asegurarse de que no falte de nada. En esta merienda-cena lo esencial, son las castañas, que se asan a la brasa acompañadas siempre por un buen vaso de vino de la casa, junto con otros manjares típicos de esta época del año como son chorizos, pan  y hasta alguna patata asada.
 

Después  de esta copiosa comida,  habrá música popular, bailes, y cantos. Tampoco faltaran los juegos tradicionales, cuentos de ánimas  monstruos al lado de la hoguera.

Los niños no faltarán a su divertido costumbre: cogerán ceniza, o algún carbón y se pintarán las caras los unos a los otros, broma que después repetirán con los adultos.

La gente mayor los mira una y otra vez sin reconocerlos. Durante  algunas festividades como San Juan los muertos salen de su espacio de residencia, el espacio salvaje; para invadir el espacio urbano; pero por el contrario,  el día del magosto, los vivos dejan su espacio urbano para invadir el espacio salvaje, que es el de los muertos. .
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Y así, entre carreras, gritos, cáscaras de castaña, rodajas de chorizo, interminables charlas y tragos irá transcurriendo una noche especial que,  al lado del fuego,   un gallego  se reencuentra con las costumbres de sus antepasados haciendo así que queden unidos mediante esta tradición.

 

EL magosto está vinculado al Samaín la festividad de los difuntos.  Existe en muchos puntos de Europa como Irlanda y los países nórdicos.  Aunque existen varios tipos de celebraciones dependiendo de la zona.

El día del Samaín los celtas encendían el primer fuego, origen de todos los fuegos del invierno. Con él, se encendían a su vez todos los fuegos del pueblo.

En algunos lugares, se va a cenar al cementerio rosquillas o algún tipo de refrigerio típico de la época del año.

 En Galicia, por la estrecha tradición que  los celtas tenían con la naturaleza (ellos no poseían templos, su templo era la propia naturaleza) se celebraba en los bosques.
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viernes, 13 de octubre de 2017

La muñeca poseida, Okiku.


Okiku media aproximadamente cuarenta centímetros, y vestía un precioso kimono tradicional japonés. Su pelo era liso, de color azabache, negro como el carbón; lo que hacía destacar aún más su pálido rostro de porcelana.  Los ojos, inertes, sin vida estaban compuestos por dos pequeñas perlas negras.
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Kikuko su dueña le decía una y otra vez al oído de la muñeca “Seremos amigas para siempre, y jugaremos juntas hasta el final”.  Kikuko tenía apenas dos años de edad y estaba fascinada con aquella muñeca. 

La muñeca se la había regalado su hermano Eikichi. Nada más verla en aquella exposición marítima de Sapporo, supo que era perfecta para su querida hermanita pequeña. Cuando Kikuko recibió aquel regalo no podía imaginarme cuanto iba a significar para ella. ¿Una amiga? ¿Un juguete? Mucho más que eso…
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La niña se encariño mucho con la muñeca y no se apartaba de ella jamás. Kikuko y Okiku eran la sombra y la persona. Inseparables durante aquel 1918.

Así pasó el tiempo, y el año siguiente Kikuko, lejos de perder el interés por la muñeca estaba más única que nunca a ella.  Empezó a sentirse mal. “Tal vez sea un resfriado sin importancia”, pensaba su madre.  Así pasaron los días, entre médicos, remedios naturales, paños de agua fría e incluso algún que otro curandero.  Seguramente que era cuestión de sudar en la cama para lograr expulsar el virus o lo que fuese que le estaba haciendo daño a la pequeña.

Cuando ella dormía ponía a Okiku a su lado, sobre la almohada; como durmiendo juntas.  Compartían sueños  y cuentos diariamente, pero las horas de la pequeña estaban contadas y los días empezaban a acortarse.  Menguaba su respiración, los suspiros que brotaban de su garganta iban apagándose poco a poco.

En efecto, Kikuco , con tan solo tres añitos , estaba muriéndose. El único esfuerzo que hacía era el de abrazar a su querida amiga mientras le hablaba “Tengo miedo de perderte. Quiero estar contigo aunque me muera”.

La familia estaba reunida alrededor del futón, contemplando con preocupación cómo se iba apagando la vida de aquella chiquilla. “Te vamos a extrañar, cariño”.  La piel de Kikuko iba adquiriendo un color blanquecino, casi idéntico al de la muñeca. Cuando dejo de respirar, todos rezaron por su alma.

No fue una situación fácil, como es de entender. Dieron sepultura a Kikuko  y quemaron todas sus pertenencias para purificar el pasado y no volver a tener que pasar nunca por lo mismo.  Pero Eikichi el hermano, saltándose la tradición, decidió quedarse con la muñeca.  Sería el único recuerdo que le quedase de su hermanita.  “Es lo que me ayuda a mantenerla viva” decía siempre cuando le obligaban a deshacerse de ella.

Okiku permaneció mucho tiempo en una estantería, con la mirada al frente sin recibir el afecto y el cariño de nadie. El único contacto era el que recibía de su madre, cuando le sacaba el polvo acumulado, pero poco más.

Un buen día, ya con el duelo superado, la mujer encontró una novedad en aquella muñeca. “Serán cosas mías” se dijo, pero el caso es que a la muñeca le iba creciendo el pelo notablemente. Al principio la mujer se negaba a creerlo pero lo estaba viendo con sus propios ojos, a la muñeca le crecía el pelo.  En un acto de amor, recortaba el pelo de la muñeca cada cierto tiempo, creyendo que el espíritu de su hija Kikuko habitaba en Okiku.
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Así pasaron los años, creciendo, envejeciendo; salvo Okiku, que no ponía fin a su crecimiento capilar.  En el 1938, en los albores de la Segunda Guerra Mundial, la familia se mudó a la isla rusa de Sajalín, cerca de Hokkaido, Japón.

Hicieron las maletas, y se propusieron dejar atrás todos sus recuerdos. Pensaron en abandonar aquella muñeca poseída por su hija. Pero después de todo, creían en un más allá y no pudieron dejarla allí tirada, a merded de la suerte.

Se la entregaron a un monje en el temlo de Mannenji, y aun hoy se expone en una caja, sobre un altar.  Los encargados del centro religioso se encargan de cortarle el pelo a la muñeca con mucho cuidado, fotografían y documentan cada cambio de Okiku para  dejar patente que dentro de esa figura de porcelana late el fantasma de alguien que no quiso separarse de su bien más preciado durante su niñez.
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lunes, 2 de octubre de 2017

Maruxiña y el hombre misterioso.


Esta historia se sitúa en un pequeño pueblo llamado As Nogais (Lugo),  ente dos pequeños pueblos de esa zona, transcurre un pequeño riachuelo.  Es una zona de bosque frondoso alejado de los dos pueblos que separa. En la antigüedad había unos cuantos molinos en esa zona.  Aunque aún hoy en día se conservan las ruinas, que pueden verse sin dificultar alguna.
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La leyenda cuenta que una vecina del pueblo, en una fría y lluviosa tarde de diciembre se dispuso a ir a moler  un poco de maíz para hacer pan a dicho molino.  Salió de casa cuando ya se hacía de noche.  Cogió su yegua a la que ató firmemente las alforjas con el maíz, y encendió un pequeño candil de aceite.  Poco a poco fue  adentrándose en la espesura del bosque, llegando un punto en el que no podía ver absolutamente nada.

 Pensó seriamente que si se le apagase el pequeño farolillo en ese momento no sabría como orientarse, entre tanto, llegó a un claro y desde allí pudo ver la silueta del molino. Acercó la yegua a la puerta, bajo el maíz y lo dejó dentro del molino, mientras ella ató a la yegua en un pequeño departamento que tenía el molino en la parte posterior para poder resguardar  a los animales que habitualmente se utilizaban para transportar el grano.

Regresó al molino, y pudo ver que la lareira que había dentro estaba quedándose sin fuego, rápidamente colocó un par de troncos de roble. Se puso a moler el grano y mientras esperaba a que terminase se acercó a la lumbre, para secarse y entrar en calor. 
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Era una noche muy tranquila, normalmente había mucha gente en el molino, largas conversaciones con los vecinos, cotilleos y largas colas para poder moler hasta casi la madrugada.  Aquella noche había tenido suerte, tenía el molino para ella sola y pronto terminaría de moler y podría irse a casa.

Ya pasada la media noche, la puerta del molino se abrió y entró un señor, un señor muy elegante vestido con un traje negro y sombrero de copa.  Maruxa, le dijo al hombre, que también venía empapado que se sentase a su lado a calentarse en el fuego y a secar.
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El misterioso hombre le sonrió y se sentó enfrente del fuego junto a ella,  Maruxa miraba de reojo aquel extraño personaje pensando que sería tal vez,  de otro pueblo, que se hubiese perdido o algo así…

A la luz del fuego pudo ver claramente como este señor  sacaba de su bolsillo una babosa y la clavaba en un palo, después un sapo y así hasta hacer una especie de brocheta de alimañas que puso al fuego para cocinar. El hombre se giró hacia la mujer y le dijo “ Asadas y revueltas, Maruxiña…¿ quieres de ellas? .

En ese momento Maruxiña descubrió  que aquel señor no era ningún vecino de otro pueblo, no era un extranjero. Era el mismísimo demonio. 
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Salió por la puerta corriendo cuanto podía sin recoger siquiera a su yegua ni el grano que terminara de molerse, corrió y corrió hasta que por fin llego a casa. Donde se encerró y se puso a rezar aterrorizada.

Jamás en el pueblo se volvió a ver al hombre, cuando Maruxa contó lo sucedido a algunos vecinos de su confianza estos se rieron, diciéndole que probablemente se quedó dormida en el molino y que eso había sido un sueño.

Pero ella sabía que no lo era...  algunas noches estando en la cama podía oler claramente aquel aroma de las alimañas asadas …