Cuenta
la leyenda que en Doade (Lugo), había una vez un matrimonio de mediana edad,
muy humilde, que vivía en una pequeña cabaña cerca del camposanto.
La
renta de dicha cabaña, era muy barata puesto que nadie quería vivir cerca del
cementerio y tan alejados del pueblo.
La
pareja era una pareja normal y corriente, él había decidido que ese sería buen
sitio para vivir porque era un poco arisco con la gente además no era nada
supersticioso ni creía en esa clase de cosas. Incluso todos los días que venía
de trabajar siempre cogía un atajo atravesando directamente por el cementerio.
Esto, le ahorraba al menos diez minutos de camino, y cuando hacía mal tiempo después
de un duro día de trabajo en la mina, lo único que quería era llegar pronto a
casa, para cenar y descansar.
Cierto día
de invierno, se dispuso a hacer como de costumbre el camino de vuelta a casa.
La noche estaba muy oscura, apenas se veía nada, no llovía pero corría un aire
gélido que le golpeaba la cara y las manos como si fuesen mil cuchillos
atravesando su piel.
Apuro
el paso por el estrecho sendero que atravesaba el cementerio, vio a lo lejos en
medio del camino una especie de piedra luminosa que desprendía un brillo
especial, como si de una luciérnaga se tratase. Sin pensarlo mucho le pego una
patada haciendo rodar aquella cosa por la pequeña ladera del cementerio.
Llegó a
casa, se sentó a la mesa esperando que su mujer le trajese la cena como de
costumbre. Pero en un momento dado, se
giró y pudo ver algo encima de la mesa… algo aterrador, una calavera. Él no se inmutó, y le preguntó a la calavera:
-¿Qué
haces aquí? ¿Acaso quieres cenar
conmigo? Si quieres, le decimos a mi mujer que ponga otro plato más en la mesa.
Y la
calavera contestó:
-No,
hoy no vengo a cenar. Tú has interrumpido mi descanso, los cementerios son para
que los muertos descansen, no para los vivos.
Sólo vengo a decirme que pronto me harás compañía.
Cuando
su esposa entró por la puerta, no había ni rastro de la calavera ni de nada
extraño, su marido, estaba en una posición aparentemente muy incómoda, medio
recostado en una pequeña silla durmiendo.
Ella lo despertó, y le sirvió la comida fielmente como había hecho todos
aquellos años que llevaban casados.
El cenó
vorazmente y se fue a dormir, le esperaba un día duro en el trabajo.
Al día
siguiente, a media mañana alguien golpeó en la puerta de aquella pequeña
cabaña, un chico joven de apenas dieciséis años. Llegaba jadeando puesto que
había venido corriendo.
La
señora amablemente le pregunto que se le ofrecía y si necesitaba algo.
El
chico, entre sollozos solo pudo atinar que había sucedido algo en la mina donde
trabajaba junto con su marido y este había fallecido.
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