Llovía a mares, y el viento retumbaba en los cristales; a lo
lejos se escuchaba un estruendo proveniente de una tormenta que se acercaba por
la costa. Los relámpagos dejaban ver su resplandor cada cierto tiempo, en medio
de aquella oscura noche de invierno en aquel pequeño pueblo….
Una familia
descansaba plácidamente acurrucados en sus alcobas, protegidos de aquel
terrible temporal, a altas horas de la madrugada; escucharon a alguien tocar a
la puerta.
En medio de aquella terrible tormenta, con desconfianza bajo
el padre de familia sigilosamente para ver de quién se trataba, y que quería.
Se asomó a la ventana y pudo ver como cuatro hombres,
caminaban con una especie de camilla rústica portando a otro hombre, seguramente
herido.
Su mujer inmediatamente abrió la puerta para ayudar aquellos
hombres, les invitó a pasar para que pudiesen contarles lo sucedido.
Su marido, en cambio,
miraba con recelo a los extraños, no se fiaba ni un pelo; podrían ser
ladrones con malas intenciones así que se mostró bastante arisco, no les sacaba
ojo de encima.
Mientras tanto aquellos pobres hombres procedieron a
relatarles lo sucedido. Ellos no eran ladrones, eran simples marineros; su
barco se había hundido a escasos metros de la costa y consiguieron salvarse de milagro, alcanzar la
orilla en medio de aquella tormenta. Todos estaban bien pero uno de ellos, el
que portaban en aquella camilla, había quedado completamente inmóvil desde
entonces y no reaccionaba. El pobre
hombre estaba en estado de shock. Los marineros les pidieron que lo cuidasen
unos días mientras ellos iban a buscar ayuda, dar parte de lo sucedido a la
capital y entonces volver a buscar a su compañero. Puesto que llevarlo en ese
estado los retrasaría mucho y creían que lo mejor era que descansase un poco.
Aquella buena gente aceptó atender al hombre, y los demás
marineros partieron aquella misma noche en medio de aquel temporal hacia la
capital. Mientras tanto ellos decidieron cuidar al pobre náufrago, dándole un poco
de agua algo de comer… lo poco que tenían puesto que eran una familia muy
humilde.
El marido de la mujer seguía desconfiando y lo vigilaba
día y noche, hasta que, después de varios días con el
hombre inmóvil, tendido en un pequeño lecho de paja que le hicieron junto al
fuego, procedió a probar si éste fingía o estaba mal realmente.
Cogió un mazo de madera de grandes dimensiones, que
utilizaba habitualmente para aplastar las duras hierbas, raíces y ramas que
daba de comer a su caballo, y así fuesen más fáciles de digerir para él. Lo agarró con las dos manos, se acercó al
hombre que estaba tendido entre la paja e hizo un amago de pegarle con el mazo
en toda la cabeza.
Éste reaccionó por fin, después de varios días. Empezó a
hablar con normalidad y a recuperarse rápidamente. Les explicó que él era el
capitán de aquel barco, que había caído y llevado un golpe muy fuerte en la
cabeza y que apenas se acordaba de lo sucedido. Les agradeció enormemente su
hospitalidad.
A los pocos días llegó su tripulación a buscarlo, y él en
agradecimiento, les dijo que todas las
veces que hiciese esa ruta, les traería algo de su viaje.
Y así fue, cada vez que pasaba cerca de la costa de aquel
pueblo, hacía partir un bote hacía la playa con un baúl lleno de los más deliciosos
manjares, para aquella humilde familia que tanto le había ayudado.
Ellos esperaban ansiosos en la orilla, para saludar al
capitán y a su tripulación ya que entre ellos, surgió una hermosa amistad y
regresaban a sus casas con suficientes víveres para poder comer sin que les
escasease la comida.
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