Había
una vez en un pequeño pueblo de Lugo (Galicia) una humilde familia que vivía
pobremente en una pequeña casa en una aldea. La pareja se dedicaba a la
agricultura vendiendo lo poco que cultivaban para poder vivir. Aunque,
pobremente ellos eran muy felices y se sentían muy afortunados por tenerse el
uno al otro.
Con el
paso de los años, la mujer se quedo embarazada. Y ambos decidieron cambiar su
vida puesto que con lo que ganaban, no les daría para mantener a su hijo. Después
de mucho pensarlo decidieron que el hombre se iría de casa hasta otros pueblos
esperando conseguir así trabajo de criado de algún rico terrateniente. Y así fue
el hombre entre lágrimas y abrazos abandonó a su familia para poder trabajar y
así darle una mejor vida a su hijo.
Pasaron
los años… y él trabajaba para un rico y sabio hidalgo, que vivía en un sinuoso
castillo. Después de veinte años, decidió irse; echaba de menos a su familia y
le daba igual el dinero, en ese momento solo podía pensar en su mujer y en su
hijo.
Al
despedirse de su señor, este le dijo.
-Has
trabajado mucho estos años, y no encontraré a ningún sirviente como tú. Por eso
quiero proponerte algo. Tú eliges. Te
ofrezco un puñado de monedas por tus servicios o tres consejos, ¿Qué prefieres?
-Dígame
los consejos señor, ahora mismo no necesito el dinero solo el valor de volver a
mi casa y poder conocer a mi hijo.
-No hagas
ninguna cosa sin pensarla antes tres veces; no dejes ningún rodeo por un atajo;
y no preguntes lo que no te importa.
Dicho
esto, el señor lo invitó a comer y también le dio un pan enorme para que
pudiese compartir con su familia a su llegada. Éste se lo agradeció, y partió
hacia su pueblo.
Iba
rodeando un espeso bosque cuando un mercader se topó con él indicándole el
camino de un atajo, y lo invitó amablemente a seguirlo. Pero él recordando los
consejos de su amo, decidió seguir el rodeo y no coger ningún atajo.
A los
pocos minutos empezó a escuchar una jauría de lobos hambrientos en el bosque y
los gritos de aquel pobre mercader, seguramente, siendo devorado por aquellos
animales.
Se
sintió contento de haber elegido seguir su camino, y poco a poco mientras iba
pensando en sus cosas se hizo de noche. Fue acercándose a un viejo caserón de
madera donde pedir posada, y muy amablemente una pareja le abrieron y le
ofrecieron cobijo.
Mientras
cenaban, aquella pareja no paraba de preguntarle cosas e intentaban que él también
les preguntara cosas de lo más impertinentes. Pero no fue así, el hombre se calló recordando el consejo de
su señor.
Se
calló cuando la mujer abrió la alacena de la cocina y de allí salió un extraño
bicho peludo que se puso a lamer los platos de la cena, se calló incluso,
cuando estos le enseñaron una cuadra llena de cabezas de hombres decapitados. Él
simplemente permaneció en silencio hasta la hora de dormir.
Cuando
se despertó, dispuesto a pagarle a la pareja por su hospitalidad, ellos le dijeron
que no le cobraban nada, que había sido muy buen huésped, y que, todas aquellas
cabezas de su cuadra, eran de hombres que no podían aguantarse las ganas de
hacer preguntas.
Él
hombre salió de aquella casa sintiéndose muy afortunado por seguir aun con la
cabeza pegada a los hombres, y a los pocos kilómetros ya pudo contemplar su
pueblo.
Rápidamente
se acerco a su antiguo hogar, y miró por la ventana. Pudo ver a un joven cura
sentado en la lareira, junto a su mujer, él se enfureció y pensó en entrar a la
casa y matarlo de un hachazo en la cabeza. Pero siguiendo los consejos de su
señor, que hasta ahora, nunca le habían fallado, decidió tomar posada en otra
casa y pensar bien las cosas.
Le
preguntó a la señora que le había dado posada, que quien era aquella mujer y
que sabía de ella, lógicamente la señora no lo reconoció y le contó que hace
muchos años el marido de aquella mujer había salido a trabajar, y mientas ella
crió muy bien a su hijo, incluso estaba estudiando para cura, y aún vivía con
ella.
El
hombre no quiso saber nada más, al día siguiente se presentó en su casa pero ni
su mujer ni su hijo lo reconocieron. Le
pidió posada, y su mujer se la negó; fue gracias a su hijo quien la acabo
convenciendo para que pudiese pasar allí la noche.
Mientras
el hombre estaba al lado del fuego, pudo ver, como su mujer ponía un plato más
en la mesa, y le preguntó.
-Es
para mi marido, aunque no esté con nosotros me gusta tenerlo siempre presente.
-Tu
marido soy yo, y a partir de hoy, me tendrás siempre presente en tu vida.
La
mujer rompió a llorar de la emoción, y ambos se abrazaron.
Aquella
noche, celebraron su reencuentro con una suculenta comida, y para más sorpresa,
al partir el enorme pan que le había dado su señor, se encontraron, con que
estaba repleto de monedas de oro.
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